La aprobación de la R. O. de 11 de septiembre de 1924 por la que las enseñanzas de Aparejador, integradas hasta entonces en las Escuelas Industriales, pasaban a cursarse, en adelante, en las Escuelas de Arquitectura, supuso un cambio sustancial para la profesión de Aparejador.
Sin embargo -según Luis Javier Cuenca: Aparejadores, Arquitectos Técnicos e Ingenieros de la Edificación: una aproximación histórica a sus responsabilidades, pp. 141-143- esta medida no resolvió el conflicto interprofesional, ya que la exclusividad de proyectar y dirigir toda clase de obras, por el momento, no correspondía exclusiva y excluyentemente a los Arquitectos. De entre las disposiciones más importantes de esos años cabe resaltar el Decreto de 9 de mayo de 1934, que mantuvo vías aún las diferencias entre los colectivos profesionales de Arquitectos y Aparejadores, si bien se modificaron las respectivas estrategias.
En el breve espacio de quince meses, los transcurridos entre mayo de 1934 y julio de 1935 se llegaron a dictar cuatro disposiciones. El modelo Aparejador-Constructor era el prevaleciente en todas ellas. Así, el Decreto de 31 de mayo de 1935, que en su artículo 1º dispone que: «Los Aparejadores con título oficial, por su calidad de peritos de materiales y de construcción, son los únicos que, bajo la dirección de los Arquitectos, ejercerán la función de constructores de obras, prohibiéndose en absoluto el ejercicio de esta profesión a los que, por no haber cursado los estudios correspondientes en las Escuelas del Estado, carezcan del título oficial».
Finalmente, el nuevo y definitivo Decreto de 16 de julio de 1935 consagró la institucionalización de las atribuciones de la profesión de Aparejador, alejándose del modelo Aparejador-Constructor y derogando la dispersa regulación anterior, existente desde 1895.